El poder, en su esencia, es una herramienta que puede ser utilizada para el bien común o para la perpetuación de intereses personales. Cuando se trata de figuras públicas como los alcaldes, este fenómeno se vuelve aún más evidente. Con frecuencia, observamos cómo algunos de estos líderes, una vez asumiendo su cargo, comienzan a adoptar una mentalidad que los hace sentir como verdaderos «dueños de fundo». Este cambio de perspectiva trae consigo una serie de transformaciones en su comportamiento y en la forma en que se relacionan con la comunidad.
La primera y más evidente transformación es la desconexión que se produce entre el líder y la ciudadanía. Un alcalde que se considera solo un administrador de su «propiedad» puede mirar a sus electores como súbditos en lugar de como ciudadanos con derechos. Esta visión distorsionada genera un ambiente de desconfianza y descontento. En lugar de escuchar las necesidades de la comunidad y trabajar en función del bien común, este tipo de líderes se concentran en su propia agenda, priorizando proyectos que beneficien su imagen o intereses personales.
Este cambio de mentalidad también puede llevar a una falta de rendición de cuentas. La creencia de que se es «dueño» del poder crea un escudo que dificulta la crítica y el cuestionamiento. Los alcaldes deben ser responsables ante la ciudadanía, pero cuando se convierten en figuras autoritarias, a menudo ignoran el escrutinio público. La falta de transparencia en sus decisiones se traduce en corrupción y abuso de poder, elementos que socavan la democracia y la confianza en las instituciones.
Los efectos también se hacen sentir en la cultura organizacional del gobierno local. Cuando un alcalde actúa como un propietario en lugar de un servidor público, se genera un ambiente de presión y miedo entre los funcionarios. Aquellos que trabajan bajo su mando pueden sentirse coaccionados para apoyar decisiones equivocadas o injustas, en lugar de fomentar un diálogo abierto y constructivo. La creatividad, el compromiso y el espíritu de colaboración se ven mermados, dejando un vacío que repercute en la calidad de los servicios ofrecidos a la comunidad.
Además, este fenómeno también subraya la importancia de la empatía y la humildad en el liderazgo. La arrogancia que a menudo acompaña al poder puede generar un círculo vicioso de insensibilidad hacia las realidades y las necesidades de las personas. Los alcaldes que se consideran «dueños» del gobierno local no solo pierden la capacidad de conectar con su electorado, sino que también abandonan su deber moral de servir a quienes los eligieron. La salud de una comunidad se basa en la colaboración y el respeto mutuo; un liderazgo que se aísla en su propia burbuja de poder no puede contribuir a la mejora de la vida comunitaria.
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En conclusión, el cambio que se produce en los seres humanos al asumir puestos de poder, como los alcaldes que se creen dueños de fundo, es una peligrosa transformación que debe ser vigilada de cerca. La democracia depende de líderes que se reconozcan como servidores públicos, comprometidos con el bienestar de su comunidad. En un mundo cada vez más interconectado, la capacidad de escuchar, aprender y colaborar es fundamental para construir un futuro donde el poder sea una herramienta de cambio positivo, y no un medio para la opresión. La responsabilidad recae no solo en los líderes, sino también en los ciudadanos, quienes deben ser activos en exigir transparencia y rendición de cuentas. La salud de nuestra sociedad depende de ello.